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  • Foto del escritorRoberto Gutiérrez

Cinco días en Sitges.

Actualizado: 26 oct 2018

Crónica de mi primera vez en mejor festival de cine fantástico del mundo.


En mi afición por el cine de fantástico tengo claro que hubo una película que fue un antes y después, algo que abrió una puerta hacia nuevos mundos inexplorados: Suspiria. El shock fue tal que empecé a devorar cine de género (sobre todo de terror) con una voracidad enfermiza. Y este año el film que daba comienzo al festival de Sitges era el remake de Luca Guadagnino del clásico de Argento, y aquello me pareció una señal, no tanto por el peli en si, si no por lo que tenía para mi de simbólico. Así que preparé todo para llegar a Sitges el tercer día del festival, cuando aún no habían surgido grandes sorpresas.



DÍA 1: Summer 84, Clímax y May the devil take you.


Después de llegar al hostal y comprobar que estaba en la otra punta de la ciudad con respecto a la zona cero del festival, decidí alquilar una bici e ir pedaleando por el paseo marítimo hasta el el casco antiguo y una vez allí, localizar los cines donde iba a pasar muchas horas durante los siguientes días. Después me dirigí a mi primera proyección en el Auditorio Meliá Sitges, el gran epicentro del festival. Es un sala fabulosa, enorme, el sueño húmedo de cualquier cinéfilo. Y el film que había elegido para estrenarme era Summer of 84. Si vi como una señal que la película inaugural fuera la nueva Suspiria, el hecho de ver que el tercer día había una peli que aludía a mi primer verano en la Tierra, me pareció que ya no me dejaba lugar a dudas. El comienzo de la proyección fue una gozada porque empecé a atisbar el ambientazo de las proyecciones de Sitges. Lo malo es que la película no ayudaba mucho. Lo que prometía ser un cruce entre Goonies y Stand by me, se quedó en una fofa saturación de clichés sin gracia. Para colmo, tras más de una hora de tono buenista y ligero, casi de película de sobremesa, Summer of 84 se convertía en su cuarto de hora final en un sangriento slasher que trataba con absoluto desprecio a sus personajes y nada tenía que ver con el tono anterior de la película. Un desbarajuste, vaya. Uno de los directores del film había prometido abrazos gratis al final de la proyección, por lo que huí lo más rápido que pude, me subí en mi bici y me alejé del lugar en busca del siguiente objetivo.



Summer of 84.


Pocas horas después me encontraba haciendo cola ante el cine Retiro. Este lugar es para mí ya un templo sagrado, mi cine favorito del festival. La gente comentaba en la cola que “le peli era muy chunga” o que “con este tío a saber que nos espera”. Este tío estaba en la sala y se llama Garpar Noé. El director argentino presentó su película sin darse demasiada importancia: “Clímax es un película pequeña que rodamos muy rápido, sin mucho dinero y sin actores profesionales. Si alguna vez os habéis fumado un porrito y ello os ha dejado algo confusos e incluso os ha dado algo de paranoia, sabréis de que va esta historia. Nada más, quiero que la película hable por si misma, os espero la salida”. Qué cabrón el tío. Qué grande. Clímax tiene dos partes muy diferenciadas. La primera mitad es la virtuosa coreografía de una danza, el ensayo final de una obra que se ha de representar próximamente (y esto Noé lo filma con un virtuosismo al alcance de muy pocos, por no decir de casi nadie). Su habitual uso del plano secuencia aquí es deslumbrante. Aunque todo esto no es más que un calentamiento para la segunda mitad. Aquí veremos una fiesta que supone un absoluto descenso sensorial a los infiernos en la que sientes que tu mente y tu cuerpo acompañan a los bailarines en su involuntario aquelarre. En los últimos 15 minutos el film roza lo insoportable. Me abrumaban dos sensaciones contrapuestas: por un lado no podía aguantar la desazón y la angustia que me provocaban las imágenes, y por otro me era imposible apartar la mirada de la pantalla. Esto pasa muy pocas veces, al menos a este nivel. Muchos dirán que Noé tira de golpes bajos, efectismo fácil y que incluso cae en el ridículo en algunas ocasiones (y tendrán parte de razón). También dirán aquello de que “es un película vacía” (ese típico y absurdo cliché que califica de vacío un ejercicio de estilo que parece renunciar a lo narrativo). Pero con todos sus defectos e imperfecciones, Clímax es algo único y que merece sin duda todos los premios que el festival le otorgó a posteriori. El cine Retiro rugía de gusto cuando llegaron los títulos de crédito, y yo sentía que empezaba a enamorarme de este festival. Y esto sólo era el principio.

Después de la proyección hubo una fiesta en la que tanto el director como los actores ofrecieron a todos una sangría fresquita, como la que desencadena el caos en el film. Toda una meta-party vaya.


Clímax.

Me perdí la fiesta porque tenía que asistir a mi primera película de terror del festival: May the devil take you, del tailandés Timo Tjahjanto. Se trata de un drama familiar contado a lo Evil Dead, pero con una maestría en la dirección que ya le habría gustado a Sam Raimi en los 80. Supuso mi primera experiencia total en Sitges. En la proyección de Clímax el público había permanecido en un respetuoso silencio. Aquí el aluvión de posesiones y gore fue recibido con múltiples y eufóricas ovaciones ante tal catarata de horrores. A pesar de algún problemilla de ritmo, la película regala un montón de escenas memorables para cualquier amante del género. El guión es sorprendentemente sólido, especialmente en lo que se refiere la protagonista, una Chelsea Islan en estado de gracia. Para cuando terminó la proyección había sudado tanto que me chorreaba la frente. Yo juraría que se pierde peso viendo May the devil take you. Es puro terror físico. Y sobre todo es muy divertida.

Cuando salí del cine Retiro eran las 3 de la mañana y llevaba casi 24 horas despierto, a pesar de lo cuál me costó dormir esa noche con tanta posesión y tanta adrenalina encima. Al día siguiente tenía una cita a las 11 de la mañana con el mismo director, Timo Tjahjanto, para ver The night comes for us. Serían palabras mayores.


May the devil take you.

DÍA 2: The night comes for us, Galveston, Desenterrando Sad Hill y Under the silver lake.


Mi primer recuerdo de aquel día es la imagen de una playa. A primera vista parece un lugar idílico, paradisíaco, salvo por el hecho de que varios cadáveres yacen junto a la orilla. A su lado una niña de unos 8 años mira la escena atónita. Una pequeña aldea arde a lo lejos. Varios hombres empuñan amenazadores sus armas automáticas. Entre ellos destaca uno: su mirada fría aterra. Se acerca a la niña, le apunta con su ametralladora y… vemos 5 palabras enormes en la pantalla: The night comes for us. El público del cine Retiro enloquecido rompe en aplausos. A esto le siguen dos horas de hostias de todos los colores, con sus respectivos hachazos, navajazos, ganchos, pistolas, bombas, puñetazos, patadas, muertes, amputaciones… y sangre, mucha sangre. Si dijéramos que las coreografías de las peleas de este film están a la altura de las de Kill Bill (por poner un ejemplo popular), no estaríamos exagerando ni un pelo, dejan atónito al más exigente de los espectadores. Pero el punto que marca la diferencia aquí son los personajes y la estructura de un guión de hierro, que hacen de esta película tailandesa un hito del género que va mucho mas lejos que la aplaudida The Raid. Eso y la magistral dirección de Timo Tjahjanto. El ritmo no sólo no decae ni un segundo, sino que Tjahjanto sabe dosificar perfectamente el tempo de la narración para no saturar al espectador, con un ramillete de montajes paralelos que funcionan a la perfección. Todos los personajes están bien definidos e incluso los diálogos en mitad del las gloriosas peleas funcionan. Y todo ello con el tomo de absoluta locura y épica que requiere toda película de artes marciales con un toque de explotation. Y para poner la guinda se permite un homenaje final nada menos que a Rob Zombie. Una gozada absoluta.


The night comes for us.

Sin tiempo para asimilar la lluvia de hostias asiática de The night comes for us me fui pitando a la sala Tramuntana (tenía escasos 15 minutos entre las dos sesiones) para ver Galveston. Dirigida por Melanie Laurent (la Shoshana de Malditos bastardos) y con un guión basado en la novela homónima de Nic Pizzolatto (creador de True detective), se trata de un road movie con más paralelismos argumentales con The night comes for us, de los que pudiera haber imaginado. Eso sí, con un tono en las antípodas de aquella, muy contenido y sobrio. Aquí el protagonista también pertenece a una banda criminal y, nada más comenzar la película, debe tomar una decisión que cambiará para siempre su vida. La escena que supone este punto de no retorno está contada con un plano secuencia de los que dejan boquiabierto. Desde ese momento y durante todo el primer y segundo acto del film, Laurent muestra tener mucho talento detrás de las cámaras. La relación entre ese tipo duro y misterioso y esa adolescente no menos enigmática, así como sus dudas y sus traumas, está contada con tanta sutileza y tanta verdad que desarma. Que los dos intérpretes principales estén en estado de gracia ayuda mucho. El problema llega en un tercer acto que se siente mucho más torpe que el resto, así como un epílogo que resulta demasiado extraño y artificial. Es como si la propia película no supiera muy bien dónde terminar. Aún así da la sensación de que Laurent tiene mucho futuro como directora, visto lo visto.


Galveston.

Tras un paseo por la playa, un bocadillo y un café bien cargado me fui a ver mi tercera proyección del día: Desenterrando Sad Hill. Seguro que este nombre le es familiar a cualquier fan de Sergio Leone y especialmente a aquellos que hayan visto repetidas veces esa capilla sixtina del espagueti western (del cine en general) que es El bueno, el feo y el malo. Sad Hill era el nombre del cementerio donde tenía lugar el antológico y climático trielo (duelo a tres) entre Lee van Cleef, Eli Wallach y Clint Eastwood. Y es a ese lugar de ficción donde nos quiere llevar esta película, pero con el pequeño detalle de que el lugar existe, y está en la provincia de Burgos. Y esa es la magia de esta pequeña gran historia, hacernos saber que aquél lugar que pensamos sacado de un sueño, se puede pisar, tocar, oler… e incluso puede que tenga una tumba con nuestro nombre. La aventura en la que se embarcan los protagonistas de Desenterrando Sad Hill tiene algo de mágico y de revelador, pues nos pone ante la evidencia física de que le cine puede influir tanto en la gente como para cambiarles la vida, o al menos para ayudar a darle un sentido inesperado. La proeza de la asociación Sad Hill no es tanto recuperar este cementerio, que también, sino recordarnos cómo una pasión puede empujarnos a las mayores locuras, incluso puede transformar la ficción en realidad. Es el cine entendido como labor alquímica. Cuando acabó la proyección en el cine Prado la ovación duró varios minutos, la más larga que he escuché en todo el festival. Los emocionados creadores de la película nos comentaron que su intención era que se reconociera Sad Hill como patrimonio cultural, y así conseguir que la junta de Castilla y León ayudara a su conservación. Ojalá sea así. Yo quiero mi cruz en Sad Hill.


Desenterrando Sad Hill.

Creo que nadie en el Auditori esperaba algo tan extraño y desconcertante como Under the Silver Lake. Definir la segunda película del director de It Follows es harto complicado. Transita sin duda los senderos pynchonianos de Puro Vicio: antitrama neo-noir, tono de comedia surrealista, protagonista algo ido pero entrañable y acumulación de sucesos a cuál más absurdo e inexplicable, que parecen no llevar a ningún sitio. También hay mucho de El largo adiós de Altman, de El gran Lebowski (la sombra de Chandler es alargada) y es imposible no pensar en la influencia estética de David Lynch y su Mulholland Drive. El torrente de referencias a la cultura pop es continúo y su historia sobre mensajes ocultos y asesinos de perros y dioses (dog o god, según de que lado del cristal se mire) está encaminada sobre todo a hablarnos de la influencia de esta cultura en nuestra sociedad. La propia peli es una endiablada amalgama pop que nos muestra un L.A. perverso en el que las actrices se prostituyen y las continuas fiestas ofrecen un panorama desolador de vacío y estupidez. El tono que consigue dar Andrew Garfield a su personaje es perfecto, entre lo atractivo y lo patético, lo idiota y lo ingenioso, a veces es desternillante y otras le deseas la muerte. Esto demuestra lo versátil que este actor (piensen sino en su papelón en Silencio, tan lejos de este) y lo desaprovechado que ha estado hasta hace poco.

La respuesta del Audorori hacia esta película tan críptica y desconcertante fue un medio aplauso que duró escasos segundos. Under the Silver Lake da para varios visionados y tengo que reconocer que en el primero fascinó. A pesar de encontrarme bastante perdido durante la proyección, pasados varios días la película seguía dando vueltas en mi cabeza.

El día terminó con una tertulia hasta altas horas de la mañana en la entrada del hostal entre el recepcionista argentino y una voluntaria del festival. Todos estábamos muy cansados pero nadie quería irse a dormir. El recepcionista argentino claramente intentaba ligar con la chica, que pasaba de él, y yo, simplemente, quería hablar un rato, algo de contacto humano verbal. Es lo que tiene viajar solo.


Under the Silver Lake.

DÍA 3: Mandy.


El tercer día me lo tomé con bastante calma. Lo dediqué a visitar las diferentes exposiciones de la ciudad y a dar paseos en bici. A las 7 siete de la tarde ya estaba haciendo cola para entrar al cine Retiro a ver una de las películas más comentadas desde hace días: Mandy. En la rueda de prensa del día anterior su director Panos Cosmatos me había dejado desconcertado con su pinta de heavy ochenteno fumeta y su descripción del film como una “‘opera rock volcánica”. A esto se unía la presencia del inefable Nicholas Cage, alguien que desde su desatada interpretación en el Teniente corrupto de Herzog me tiene fascinado por su capacidad para llegar a lugares donde muy pocos se atreverían, y sin ningún miedo a hacer el ridículo si hace falta.

Desde luego la descripción de Cosmatos no podía ser más acertada, al menos para el ambiente vivido aquella tarde en el cine Retiro. Era como estar en un concierto. El público ya estaba entregado de antemano, como aquél que va al show de su artista favorito. Durante los títulos de crédito la gente enloqueció al ver que la banda sonora era de King Crimson (que podría ser perfectamente un título alternativo para la película) o simplemente con el primer plano de Cage. Personalmente, lo mejor de Mandy es su primera mitad. Uno asiste fascinado a ese universo paralelo creado por Costamos de colores magenta, granate y azul, muy en la línea de un giallo alucinado, así como a la presentación de los villanos y sus fechorías psicotrópicas. Es como si Cage y Mandy vivieran en una especie de Edén visitado repentinamente por fuerzas del averno. La segunda mitad, la enloquecida y mastodóntica venganza, renuncia por completo ya a cualquier atisbo de realidad o verosimilitud (si en algún momento la hubo), para caer en una orgía visual absoluta. Entre lo atroz, lo cómico y lo absurdo, Costamos crea un ambiente inenarrable. Y ahí empezó el concierto realmente. El público no sólo aplaudía: gritaba, chillaba, pataleaba, reía… Fue un festín visual y sonoro absoluto, pues la música no dejaba de atronar y el estilo visual aún se volvía más abigarrado según avanzaban los minutos. En el plano final el público se puso en pie y estuvo aplaudiendo un par de minutos. El subidón era tremendo y la sensación de ir colocado a la salida del cine era muy agradable.w

Si hubiera visto Mandy en mi casa o en un pase convencional en Madrid, seguramente pensaría diferente, pero lo de aquél día en el cine Retiro fue una celebración del cine tan grande que no puedo más que rendirme a Costamos, Cage y Mandy.


Mandy.

DÍA 4: Dragged across concrete, Lazzaro felice, Tummbad, The Ranger y Possum.


Aún se dejaban sentir en mi cabeza las secuelas de la “ópera rock volcánica” de la noche anterior, cuando ya me dirigía, a eso de las 10 de la mañana, hacia el Auditori para ver la película que más curiosidad me generaba de todo el festival: Dragged across concrete (lo que se podría traducir como “Arrastrados por el asfalto”). S. Craig Zahler es un rara avis, un director/guionista que con tan sólo dos largos a sus espaldas ya contaba con una legión de seguidores muy numerosa. Y yo, la verdad, me declaro muy fan de este tipo. Se trata de una anomalía dentro del cine americano actual tan enorme que hay que celebrar el nacimiento de cada uno de sus films. Si en sus anteriores creaciones había mezclado con brío géneros como el western y el drama carcelario con el más puro terror y el descarado relato pulp, en su tercer largo Zahler sube la apuesta y se mete en la piel de tipos como Nicholas Ray o Sam Fuller, para entregar un policíaco de corte clásico, aunque sin renunciar a sus peculiares toques explotation. Y para ello se sirve del trabajo de un colosal Mel Gibson, que entrega aquí una de las mejores actuaciones de su carrera: un poli al que se le nota la calle, los años de arrestarse por el asfalto, de ensuciarse la manos para no llegar a nada. Todo eso lo lleva colgado en esa mirada amarga que sólo un grupo muy reducido de actores consiguen desarrollar en su madurez. A mí me recordó a tipos como Jason Robards o William Holden en sus últimos años. 

Es muy interesante cómo la pulida puesta en escena del director de Bone Tomahawk muestra un paralelismo en los primeros compases del film entre la vivienda de Gibson y la del ladrón recién salido del trullo -cómo encuadra la puerta de la habitación de sus respectivos hijos, por ejemplo-, mostrando de forma sutil que están más cerca de lo que parece. 

La dilatada duración del film no pesa, puesto que Zahler demuestra un pulso narrativo envidiable, de director veterano, creando una continua tensión atmosférica sin necesidad de volverse loco con el montaje, que usa de manera muy pausada, incluso en las escenas de acción. 

Sería injusto no destacar la labor actoral de Vince Vaughn (que ya dio un recital en Brawl in cell block 99), perfecto en su papel de compañero de fatigas de Gibson (las conversaciones entre ambos son una gozada), así como la gran sorpresa del film: Tory Kittle (que por momentos roba la película a los maderos). A esto añade los cameos de Don Johnson, Jennifer Carpenter, Fred Malamed y el mítico Udo Kier y te queda un reparto redondo.

Su estética de luces amarillas y callejones oscuros dibujan un entorno tangible y amenazador por el que transitan los policías y los ladrones de Dragged across concrete, con una serie de dilemas morales que recuerdan mucho a ese cine de género de los 60 y los 70 del que su director es tan deudor. La escena del banco demuestra una pericia inusitada a la hora de usar el punto de vista y la dosificación la información y su larguísimo clímax final es una delicia de giros de guión y desgarradoras decisiones sin vuelta atrás que dejan un regusto a gran cine. 

Sonará ñoño pero salí feliz, con una sonrisa tonta en la boca. Me daban ganas de decirle a todo el mundo lo jodidamente buena que es la peli de Zahler, y me puse a contárselo a un tipo en la cola para entrar a ver a la siguiente película en el Auditori. El hombre me escuchó educadamente para contestar tajantemente: “Pues sí, es la polla”. Más conciso y certero imposible. No hubo más que añadir salvo asentir con la cabeza un par de veces.


Dragged across concrete.

La película que vi justo a continuación fue Tumbbad, una historia hindú de fantasmas con un comienzo apabullante. La atmósfera es fascinante y las revelaciones fantásticas se suceden a un ritmo frenético con una fotografía de una belleza abrumadora. Todo bajo una lluvia constante, como una maldición. La primera media hora es magistral. Cuando la historia avanza hasta la edad adulta del protagonista, la película termina de mostrar todas sus cartas, con varios momentos inolvidables. El problema para mí viene a partir de la mitad del metraje. La historia, una vez desveladas todas las sorpresas sobrenaturales, se vuelve demasiado reiterativa y rutinaria y su más que evidente moralina sobre la infinita avaricia del ser humano acaba siendo algo molesta.


Tumbbad.

La tercera película del día en el Auditori fue toda una revelación. La italiana Lazzaro Felice comienza su relato con un tono de puro realismo rural, al estilo de los hermanos Taviani, dibujando una sociedad muy cerrada y aislada que remite a épocas pretéritas en las que el feudalismo aún regía las vidas de los campesinos. Desde el comienzo el personaje de Lazzaro está rodeado de un aura especial. Todos parecen aprovecharse del inocente y laborioso chaval, como si del tonto del pueblo se tratara, pero está claro que en Lazzaro hay algo único. A partir aquí poco más se puede contar salvo que la película adquiere una cualidad mutante, que justifica plenamente su presencia en un festival como Sitges. Por aquí circularán los Rocco y sus hermanos de Visconti, el Milagro en Milán de Vittorio de Sica e incluso Los olvidados de Luis Buñuel. Todo mezclado con un tono cercano a lo milagroso, que funciona de forma totalmente orgánica, a pesar de que pudiera parecer imposible a priori. Los dos grandes giros de guión que hacen mutar el relato entran de forma tan fluida, tan alejados de cualquier aspaviento, que parecen algo natural, irremediable. Es de esas pocas veces en la que la etiqueta de obra maestra es inevitable y nada exagerada. Se llevó el premio de la crítica del festival.


Lazzaro felice.

Tal vez después de 4 películas debí retirarme a descansar, pero era mi última noche en Sitges y de repente decidí que seria muy buena idea ir a una de esas maratones de madrugada en el Retiro.

Después de un café bien cargado me dejé caer en la butaca y tras comprobar que la primera película del maratón era realmente insufrible, decidí echarme una pequeña siesta. La sana costumbre de aplaudir al final de cada proyección ayudó a que me despertara antes del comienzo de la siguiente película: The Ranger, un slasher torpe y sin demasiada gracia que se me hizo eterno. Me identifiqué más con el asesino que con los protagonistas, la verdad, los cuales merecían ser cortados en cachitos, pero mucho antes de los 90 eternos minutos que duró aquello. Con la tontería ya eran las 4 y pico de la mañana, y estuve a punto de desistir y lárgame de allí. Pero justo empezaron los títulos de créditos del siguiente film y vi que el protagonista era Sean Harris, un actor británico que me había fascinado en Southcliffe, 71’ y las últimas entregas de Misión imposible. La película, de nombre Possum, no es de lo más adecuado para ver a las 4 a de la mañana. Remite inevitablemente al Spider de Cronenberg pero en con un tono más experimental. Harris da un recital interpretativo propio de un actor de cine mudo en un personaje al que muy pocos actores se atreverían a dar vida. Es un terror minimalista, de paisajes vacíos y traumas sugeridos a través de la enigmática figura de una marioneta con cabeza humana y cuerpo de araña. Asistimos a una sucesión de escenas en las que el protagonista es evidente que pretende deshacerse de algo que le está ahogando por dentro, hasta que en el clímax final se nos revelan los grandes secretos de la historia. No es una película magistral, pero con su ritmo pausado y su asfixiante historia consiguió sobrecogerme y que siguiera despierto cuando dieron las 6 de la mañana.


Possum.


DÍA 5: The end.


De mi último día lo más destacable fueron las cañas que me tomé con un colega que vino a verme desde Barcelona. No dio tiempo a más, me quedé con ganas de ver títulos como The house that Jack built, Overlord, In fabric o Lords of Chaos y sobre todo de asistir al concierto del maestro Carpenter. Pero no se puede abarcar todo en un festival tan gigantesco como Sitges. Vi 16 películas, algunas de las cuales no he mencionado porque simplemente no me gustaron y no es agradable recrease en ello. Me quedo sobre todo con el hecho de haber descubierto un lugar donde se ama el cine con tanta pasión y tanto respeto. Gracias Sitges.

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